Me
dijo “no hay nada después. Esto de aquí abajo es lo que hay”.
Lo
conozco bien, y esperaba esa consideración. En ese momento me
pareció obscena. Hoy, porque lo conozco, me parece infantil.
Éste
es el mismo que un día, fuera de sus casillas, me gritó “no
pararé hasta tener un Mercedes!, ¡tengo derecho a ir por mi pueblo
(una aldea) y que me vean con un Mercedes!”.
Hoy
tiene un Mercedes. Pobre hombre.
El
deseo de disfrutar.
La pequeña y miserable imagen de hombre que triunfa, de tío que
manda. La imagen más popular del éxito lo asocia a experiencias
pueblerinas. «El déspota es esclavo de su lujuria», escribe
Montesquieu en sus Cartas
persas.
Y nuestro hombre ocultaba un pequeño déspota: en cuanto alguien le
llevaba la contraria, saltaba el resorte del cocinero que llevaba
dentro y se liaba a sartenazos...lo de la “lujuria” lo dejamos en
suspenso.
Cuentan
que Onassis decía: «El poder sólo sirve para disfrutar de las
mujeres más bellas.». A mi conocido le bastaba con un Mercedes,
viajes exóticos de los que regresaba aburrido porque “las
Pirámides son un coñazo”, y buena comida.
Para los reyes bantúes
reinar es sencillamente nadar en la abundancia, estar prodigiosamente
alimentado, hasta el punto de que la palabra fouma
significa ambas cosas, reinar y comer.
“Reinar
y comer”. No hay mejor definición para el protagonista de la
entrada de hoy.
Hay
mucho de infantil —o, mejor, adolescente—, en estos tíos: ser
obedecido es agradable y cómodo. Uno, además de importante, se
siente tratado «a cuerpo de rey». Y hoy me produce una compasión
infinita. Es una vida desperdiciada.
Es
lo que pensaba Sancho durante su aventura en la isla Barataria.
Hablándole
del poder, el duque le dice: «Si una vez lo probáis, Sancho,
comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el
mandar y ser obedecido».
Don
Quijote le advierte que no es oro todo lo que reluce porque «los
oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de
confusiones», pero Sancho está dispuesto a engolfarse hasta el
cuello.
Al
final tiene que reconocer que estaba equivocado: «dichosas eran mis
horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí
sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado
por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil
desasosiegos (...). Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a
mi antigua libertad».
¡Ay,
pobre hombre!...¡has olvidado tu antigua libertad!
Y
lo que Manuela y yo tenemos es , precisamente, eso: nuestra antigua
libertad, y esa no termina nunca.
Bravo! No sólo no termina nunca. Ademas, nadie, nadie, nadie os la puede quitar.
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