martes, 27 de agosto de 2013

DEJADME VOLVER A MI ANTIGUA LIBERTAD


Me dijo “no hay nada después. Esto de aquí abajo es lo que hay”.

Lo conozco bien, y esperaba esa consideración. En ese momento me pareció obscena. Hoy, porque lo conozco, me parece infantil.

Éste es el mismo que un día, fuera de sus casillas, me gritó “no pararé hasta tener un Mercedes!, ¡tengo derecho a ir por mi pueblo (una aldea) y que me vean con un Mercedes!”.

Hoy tiene un Mercedes. Pobre hombre.

El deseo de disfrutar. La pequeña y miserable imagen de hombre que triunfa, de tío que manda. La imagen más popular del éxito lo asocia a experiencias pueblerinas. «El déspota es esclavo de su lujuria», escribe Montesquieu en sus Cartas persas. Y nuestro hombre ocultaba un pequeño déspota: en cuanto alguien le llevaba la contraria, saltaba el resorte del cocinero que llevaba dentro y se liaba a sartenazos...lo de la “lujuria” lo dejamos en suspenso.

Cuentan que Onassis decía: «El poder sólo sirve para disfrutar de las mujeres más bellas.». A mi conocido le bastaba con un Mercedes, viajes exóticos de los que regresaba aburrido porque “las Pirámides son un coñazo”, y buena comida. 

Para los reyes bantúes reinar es sencillamente nadar en la abundancia, estar prodigiosamente alimentado, hasta el punto de que la palabra fouma significa ambas cosas, reinar y comer.

Reinar y comer”. No hay mejor definición para el protagonista de la entrada de hoy.

Hay mucho de infantil —o, mejor, adolescente—, en estos tíos: ser obedecido es agradable y cómodo. Uno, además de importante, se siente tratado «a cuerpo de rey». Y hoy me produce una compasión infinita. Es una vida desperdiciada.

Es lo que pensaba Sancho durante su aventura en la isla Barataria.

Hablándole del poder, el duque le dice: «Si una vez lo probáis, Sancho, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido».

Don Quijote le advierte que no es oro todo lo que reluce porque «los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones», pero Sancho está dispuesto a engolfarse hasta el cuello.

Al final tiene que reconocer que estaba equivocado: «dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma adentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos (...). Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad».

¡Ay, pobre hombre!...¡has olvidado tu antigua libertad!

Y lo que Manuela y yo tenemos es , precisamente, eso: nuestra antigua libertad, y esa no termina nunca.

1 comentario:

  1. Bravo! No sólo no termina nunca. Ademas, nadie, nadie, nadie os la puede quitar.

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